Tata Juan

 

Era un viejito y una viejita que tenían tres caballos. A uno le decían el caballo colorado, a otro el caballo lobo y a otro el caballo bruto. Y era un viejito y una viejita que tenían tres hijos, dueños de un trigal. Y sucede que esos caballos se empicaron a comerse el trigo de aquellos otros viejitos y ya por mero se lo acababan. Y el dueño, el viejito, el papá de los otros niñitos, sucede que le dijo al más grande: —Hijo, no es justo que esos animales se vayan a acabar el trigo. Vete ahora en la noche para que cuides esos animales, a ver si lazas alguno y lo matas porque, ¡figúrate! No más son nuestro sostén esos trigos.
Entonces el muchacho todo lloroso y con miedo porque todavía estaba chico le dijo: —Pero, padre. Yo no voy a poder. Fíjese que tengo miedo salir en la noche todavía. ¿Cómo voy a poder lazar ese caballo?
Ya le dijo: —Así lo va a hacer. Me obedece y se me va horitita.
Sucede que el pobre muchacho se va y en la noche le llegan los caballos y se meten al trigo. Y se comieron otro buen pedazo. Allí llega el papá a ver qué pasa y encuentra ¡bueno!, otro buen pedazo de trigo que se habían comido. Muy disgustado le dio una monda al pobre muchacho y lo corrió.
A la siguiente noche le dijo al otro, más chico: —Ora vete, hijo, a ver si acaso tú sirves de algo.
Y que le pasa lo mismo. Le dio una monda y lo corrió. Como a los ocho días le dice el más chico: —Padre, ¿por qué tan serio? Yo me considero muy hombrecito. Yo le prometo lazar el caballo colorado, que es el más perjudicioso. ¿Qué me dice, padre? ¿Me va a dar lo que yo le pido?
—¡Aa, que mi hijo! Lo que no hicieron tus hijos... tus hermanos más grandes, ¿vas a creer que puedes tú?
—Mire, papá. Yo me considero muy hombrecito. Cómpreme una guitarra, para no dormirme. Con ella me divierto. Un lacito y unos alfileres para pasármelo en la cintura, aquel lacito, y cuando yo empiece a dormir los alfileres me pican y no me duermo. Y una soga. ¿Qué tanteas, padre?
—Está bueno, hijo.
Pronto fue y le llevó el señor todo y se fue el niño a cuidar el trigo. Apenas había llegado cuando brinca el caballo colorado que era tan perjuicioso y el niño ya tenía la lazada también allí, preparada, y de momento lo laza y lo mata. Aquel niño se ensueña. Se fue muy contento. Dijo: —Mi padre me va a premiar. Lo que no hicieron mis hermanos tan grandes vine a hacer yo. Y yo creo que yo voy a ser el dueño de todo este plan.
Bueno. Muy temprano se fue el viejito, que va a ver qué le pasa al niño y a ver si había lazado el caballo. Cuando ve que ya el niño tiene el caballo colorado, el más perjuicioso, que lo tenía lazado, saca un machete el viejito y dice: —Bien haya, mi hijo, que es tan hombre, tan chiquito. Ese va a ser el dueño de todo lo que yo tengo.
Pero que el caballo alcanza a oír lo que dice el viejito y le habla al niño y le dice: —Buen niño, suéltame, porque tu padre me mata. Y en algún trabajo que te encuentres, no más me hablas y me dices así —Caballo colorado, compañero del trabajo, aquí te quiero ver.
Entonces el niño luego que oye al caballo le quita la lazada del pescuezo y pega el brinco el caballo y se va. Corre y corre, así es de que el viejito que ve eso llega muy enojado y le da otra monda igual que a los otros dos hermanos y lo corre. Aquella pobre criatura, tan chiquillo, tan miedoso, como estaba todavía. Dice: —¿Qué voy a hacer? No, que queda otra más que seguir a mis hermanos siquiera para acompañarlos, los tres.
Ya iba muy haraposo, con mucha hambre, con mucho miedo, aquella criatura. ¡Bueno, de dar lástima! Cuando se acuerda de lo que le había prometido el caballo colorado. Dice: —A ver si es cierto. ¡Caballo colorado, compañero de trabajo, aquí te quiero ver!
Cuando oye el grito de las patadas del caballo. Ya le llevaba un traje, ya le llevaba dinero, buena silla y aquel caballo muy bonito. Así es de que aquel niño de momento, luego lo monta y dice: —Mis hermanos, pobrecitos. ¿Cómo irán sin un centavo? Yo los voy a buscar a ver si los alcanzo para darles algo.
Pero los hermanos, tan mal corazón que luego que lo ven le dicen: —Hermano, ¡qué cansado vendrás! Recuéstate y nosotros te cuidamos el caballo, tu ropa y tu dinero. Para que tú descanses un rato.
La criatura, ¡bueno!, creyó que lo hacían de buen corazón y sucede que este se durmió y cuando despertó ya no encontró ni caballo, ni dinero, ni ropa, ¡ bueno!, ni nada. Se levanta muy triste y se acuerda que le había dicho el caballo colorado que también les hablara a sus hermanos. Le dice al caballo lobo: —¡Caballo lobo, compañero de trabajo, aquí te quiero ver!
—De momento viene aquel caballo más bonito, con más dinero, con más ropa y hasta buenos alimentos para aquel niño. Dice: —¿Qué haré? Mis hermanos tienen muy mal corazón para mí. Pero yo los voy a seguir. ¡Pobrecitos! Yo los vi con más necesidad que yo.
Bueno. Le dio el caballo, luciendo aquél con un traje de charro y que al fin aquel muchachito no estaba nada de mal parecido. Se va y los alcanza y le vuelven a hacer igual, como con el caballo colorado. Cuando se levanta y no encuentra nada, luego dice: —Pero ahora lo verán, ora lo que voy a hacer. Le voy a hablar al otro caballo y ya me los busco.
Bueno. Así lo hizo. Llega ese otro caballo y entonces aquel niño cuando lo monta empieza a divisar una ciudad muy populosa, muy bonita, que alcanza a divisar. Dice: —Pues ahora me voy, a conocer, a gastar tanto dinero que me ha traído este caballo.
Y se va por toda una calle, que creo era la principal. Y donde alcanza a divisar el palacio del rey donde luego ve en el balcón las tres... princesas que tenía el rey. Eran sus hijas. Ellas luego que lo ven tan bien parecido, tan guapo, en aquel caballo tan bonito, empezaron a burlarse con él. Pero a él no le llamó la atención más que la más chica que en efecto estaba más bonita. Entonces dijo él: —¡Qué caray! Ya estuvo bueno. ¿Cómo haré para ver si sale alguna de ellas? Ojalá y saliera la más chica para ver si yo le puedo hablar. Traigo mucho dinero. Yo me caso con ella inmediatamente para ponerme aquí a vivir igual que el rey. ¡Qué a gusto voy a vivir yo ya casado con una princesita tan bonita como está esa. Yo me voy a arrimar allá a la puerta del palacio a ver si sale.
Bueno. Que se arrima y toca y sale una de las sirvientes y le dice: —Señor, ¿qué se le ofrece?
—Que si me hace el favor de regalarme un vaso de agua.
Este no ha1ló en el momento qué más pedir. Entonces las princesas que ven de arriba del balcón se bajan a la carrera y le dicen a la sirvienta: —¿Qué pidió este señor?
—Pidió agua, señoritas.
Bueno, pero el otro, que alcanza a ver una tablita por allí a un lado de la puerta, y que tenía una cajita, dijo: —Yo me la voy a robar a ver qué tiene.
Y de momento antes que llegaran con el agua destapa aquella cajita a ver qué tiene y que salta un negrito y le dice: —Amo nuevo, ¿qué mandáis?
Dijo: —¡Ay! ¡Ave María Purísimal ¡Esto sí que me salió peor! ¡Este es el diablo! ¡Aa!, dijo. —Yo le voy a poner la cruz. Si es el diablo se va y si no, ¿qué será esto?
Bueno. Se guardó la cajita en la bolsa del saco. Así es de que el agua no más la probó y se va con el pendiente de aquel negrito que le habló. Se va a la mera orilla de la ciudad. Y saca otra vez la cajita y salta el negrito y de nuevo le dice: —Amo nuevo, ¿qué mandáis?
—¡Ave María Purísima! Pos, ¿qué pasará con esto? ¡Bueno! ¡A ver si es cierto! Le dice: —Lo que mando es... que orita mi caballo, mi dinero y toda mi ropa y todo lo que yo tengo se me separe de mi lado y... a un lugar donde nada le suceda. Que nada se me vaya a perder y que yo aparente ahorita de momento como un viejo de esos... hasta muy asquerosos, muy barbón, con el pelo muy grande, un bastón y una bolsa o una saquita para pedir limosna, a ver si puedo yo entrar a palacio para ver si le hablo a la princesita más chiquita y que ella me quiera.
Bueno. No más terminó de decir todo eso cuando se le separa de allí, se le retira el caballo, todo, todo lo que él llevaba, y allí está aquel zurrón, que así me contaron el cuento, ¿verdad? Un zurrón, bueno, tan más horroroso que se quedó parado él viéndolo y riéndose. Dijo: —¡Bueno! Yo me lo voy a poner a ver qué.
Se lo puso. ¡Bueno! Se veía un hombre inmundo, hasta asqueroso. Y se dirige a palacio con el pretexto de que en esos días estaba malo el rey y que va a ver si podía ir a divertirlo con su conversación. Bueno. Ya llega y toca la puerta del palacio y sale uno de los mozos y le dice: —¿Qué se le ofrece, señor?
—Hágame favor de decirle al rey que si se me permite entrar a conversar un ratito con él. Yo sé que está malo. A ver si lo divierto.
Bueno. Ya va el mozo y le habla al rey, de lo que dice aquel señor y dice: —Bueno, ¿quién es?
—Señor, dice. —Es un limosnerito que yo nunca había visto, que a ver si lo divierte con su conversación.
—Pos, ¿cómo me va a divertir? Pero en fin, dile que pase, pobrecito. Ya entra y le pregunta el rey: —¿Cómo te llamas?
—Señor, yo me llamo Juan.
—¡Aa, Juan! ¿Tú eres Tata Juan?
—Sí, señor. Tata Juan.
Se sale la princesita chiquita y le dice: —¡Ay, papá! Este señor... es digno de lástima. Yo quisiera que me hiciera favor de que prestaras una pieza de aquí del palacio para que ya no salga por áhi. Mira. Ya no puede ni andar.
—Lo que tú digas, hija. Ya sabes que todo tú me pides, todo se concede.
Y las demás hermanas de la princesita, tan disgustadas que luego le dicen: —Pero, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Perder el estómago con este viejo tan asqueroso y tan inmundo? Mira no más. No se les ocurrió otra cosa que meterlo aquí a una pieza del palacio, cuando tú sabes lo delicado que es mi papá y todas nosotras del estómago.
—Pues no le hace. Mi papá me concedió que Tata Juan ya no salga a pedir caridad por allá. Ya no puede. Es digno de lástima.
Como que aquella princesita había maliciado que era aquel príncipe que ella tanto había querido, que tanto le había gustado. Pero no, no sabía quién era. Nada más que ella de corazón lo quiso.
Otro día iban a desayunar y le dice la princesita al rey: —Papá, ¿me permite que Tata Juan venga a desayunar junto con nosotros?
—Sí, hija. Lo que tú gustes.
Bueno. Las otras se levantan de momento. Tan disgustadas que ya no quisieron desayunar y ella muy contenta con su viejecito allí por un lado. Así es de que estaban en la mesa cuando le dice Tata Juan a la princesita: —Yo quisiera que me hiciera favor de prestarme su baño. No se imagina todos los años que tengo sin bañarme, tan sucio. Que yo creo que es la causa de que yo estoy tan enfermo y ando tan sucio que ando.
—Sí, Tata Juan. Mi baño está disponible para la hora que guste. No me vuelvas a decir ya nada de eso. A la hora que gustes allí está disponible.
Entonces el rey le dice: —Hija, ¿qué pasa? ¿Tanto amor con ese viejito, Tata Juan?
—Sí, papá. Yo lo quiero mucho.
Bueno. Se bañó. Y la princesita que se sube a un balcón que caía allá para el baño y que alcanza a verlo, que se quita aquel zurrón y que era aquel joven tan bien parecido, tan guapo, tan bien presentado. Y que se mete para adentro y las otras estaban durmiendo. Brinque y brinque de gusto y las otras le dicen: —Ora lo verás, lo que vas a ver... lo que te va a pasar por haberle prestado tu baño a ese viejo asqueroso. Te lo va a dejar, bueno, con nada de mugre por encima.
—Ni a mí me importa porque ustedes no saben, pobrecito de Tata Juan. Así es de que se estuvo vistiendo. Luego terminó Tata Juan de bañarse.
Corre ella a encontrarle y le dice: —¿Qué te pareció mi baño?
Otro día lo vuelve a invitar a comer, allí con ellos. Y entonces Tata Juan le dice al rey: —¿No me hiciera, su majestad, el favor de darme la mano de la princesita chiquita, tan cariñosa que es, tan de tanta caridad? Fíjese que yo sí necesito una mujer.
—Pero, ¡cómo no, Tata Juan! ¡Ándale! Sí, te la doy para que te cases.
Y que se levanta Tata Juan y va diciendo: —Pues, ¡palabra de rey no vuelve atrás!
Y que se va, y no sé cómo arregló este viejito, ¡bueno!, para hallarse, quitar el zurrón que traía, para aparentar un viejito limosnerito y no era más que un joven muy bien presentado, de dinero, y que trae unos señores. ¡Bueno, la gran cosa! De la sociedad de allí de, de aquella ciudad. Arreglan el matrimonio y entonces el rey que ve que ya era cosa tan seria le dice: —Pero hija, ¿qué es lo que vas a hacer tú? ¿Casarte con ese limosnerito?
—Sí, papá. Es mi gusto y tan sólo por lástima me voy a casar con él. ¡Bueno! El pobre señor, el rey, en cama se puso de aquella pena tan grande.
Entonces les dice: —Se van a aquella casa de la orilla, aquella que está caída. Allá se van a vivir.
Muy disgustados todos porque se había casado con aquel viejito limosnerito. Pero que luego entra Tata Juan a aquella casa caída y saca la cajita y salta el negrito y luego dice: —Amo nuevo, ¿qué mandáis?
Dijo: —Lo que le mando es... que esta casa horita esté mucho mejor que el palacio del rey, si por fuera si posible es, me la hacen. Y una carroza mejor que la del rey.
¡Bueno! Todo lo que él pidió. De momento estaba aquella casa toda cortinada, una carroza muy elegante. ¡Bueno! Todo, todo, lo que él pidió. Así estaba aquella casa, preciosa. A los tres días de casados dice el rey: —Hijas, vayan a ver a su hermana. Yo creo que ya se murió de hambre, y si ven a ese Tata Juan allí, lo matan. Le dan en una piedra de cabeza, a ver si acaso mi hija vuelve aquí con nosotros, que yo me estoy muriendo de esta pena.
¡Bueno! Se van yendo las hermanas y que se asoman por un agujero que tenía aquella pared. Todo muy malo, mala aquella casa, muy destruida. Y que ve que estaban los dos. ¡Ay! Es decir, ¡bueno! Era una pareja que no hallaban a cuál ir, de tan bien parecidos los dos: —¡Mira no más a mi hermana, con quién está! ¡Con aquel joven tan guapo, tan buen mozo! ¡Oye! Pos, ¿qué haría mi hermana con Tata Juan?
—Pos, que lo cambió, por este. Vamos entrando a ver con qué cara se queda mi hermana.
Se van entrando: —A ver, hermana. ¿Dónde está tu marido el Tata Juan, para matártelo en la cabeza?
—Pues, yo soy, contesta Tata Juan.
—¡No, señor! ¡No es posible! No se ande usted comparando con un señor limosnero tan más inmundo, tan asqueroso, como es Tata.
—Miren. Van a ver horita a Tata Juan. Es su cuñado.
Y que se mete a una pieza y se pone aquel zurrón. ¡ Bueno! A cuál más: —¿Cómo no me dijo a mí? Yo me había casado con usted. Mire nomás. Y la supo hacer con razón mi hermana. Andaba tan volada.
Que van y le dicen al rey todo lo que pasa. Áhi viene el rey en su carroza y que va viendo aquella casa más elegante que su palacio, aquella carroza tan preciosa. Y se los llevó a su palacio y vivieron muy contentos. Fue un señor muy atendido del rey y de las demás princesas.

 

Nº de referencia: 95

Al habla:
Genoveva González viuda de Barba
(45 años)

Recopilado por:
Stanley L. Robe

Registrado en: Acatic (Acatic, Jalisco), el 12 / 10 / 1947

Transcrito por: Stanley L. Robe

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Este relato fue publicado en:

 Stanley L. Robe, 1970. Mexican Tales and Legends from Los Altos. Berkeley: University of California Press, núm. 78

Notas

 

Ver los motivos
) -

 

Ver los tipos

550. - Bird, Horse and Princess (previously Search for the Golden Bird).

 

Materiales adicionales

 

 

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