[ La joven que se casó con un pez ]

 

Había en una población un señor tullidito que contaba solamente con tres hijas. Todos los días le tocaba por turnos una hasta la última le llevó las aliadas [sic] al pobre viejecito. Un día le tocó a la mayor. Estaba en la playa cuando salió un enorme pescado y le dice: —Mire, señor. Si me das a una de tus hijas yo te prometo sanar de ese tullido.
El señor le dice: —Voy a preguntarle a mi hija, la mayor que es la que está aquí.
—Hija, te vas con el pescado. ¿Prefieres mejor que me veas... verme tullido que irte con él?
—Sí, padre.
Se lo promete. Al meterse a la boca de aquel enorme pescado, era muy oscuro y le dice: —Papá, no me meto. Prefiero verte tullido.
Al día siguiente le tocaba a la de en medio. La llevó también a la playa su padre aquel día, cuando de repente sale otra vez el mismo pescado y le dice: —Buen hombre. He prometido que si me das una de tus hijas te sanaré.
—Hija, ¿qué dices? ¿Te vas con el pescado?
—Sí, padre.
Total que la hija se va con él. Entonces la muchacha se mete a la enorme boca de aquel pescado y... iba ella más adentro cuando se devolvió y dice: —No, padre. Prefiero verte tullido.
Al día siguiente le tocaba a la más chica, que era muy hermosa, y le dice: —Hija. Desde aquí de la casa te voy a advertir. Hay un enorme pescado que a tus hermanas les ha prometido mi salud y ninguna ha aceptado. ¿Qué dices? ¿Tú aceptas?
—Sí, padre. Sí, acepto. Me voy a calar, a ver si puedo.
Entonces la muchacha se metió al enorme... a la enorme boca de aquel pescado y se penetró hasta los intestinos. Al llegar allá una sorpresa, un palacio hermosísimo, con toda especie de muebles, casa muy fina, muchas joyas, muchas alhajas, árboles, praderas, precioso. Era un palacio encantado.
La muchacha gozaba de todas las felicidades, únicamente la de no ver a su padre. Era una tristeza, el pobre viejecito que le quedaba, y sus dos hermanas.
Un día estando ella ya casada sucede que de una puerta salió un principe. Era su prometido. Allí estuvo con él, viviendo largo tiempo. Un día se asomó a la ventana derecha del balcón y vio de su pieza que los pajarillos revoloteaban y saltaban de rama en rama. Le dice: —Oye, esposo. ¿Qué contienen esos pajarillos que están tan llenos de júbilo?
—No te digo. Es cosa mía.
—¿Y por qué no? Dímelo. Te lo ruego.
—No. Es cosa mía. No puedo decírtelo.
—Que me lo expliques. Haz el favor de decirme.
—Mira. Esos pajarillos consiste en esa alegría que tienen en que se va a casar tu hermana, la mayor.
—¡Ay, déjame ir al matrimonio!
—No puedes ir, porque me descubres.
—Te lo prometo que no te descubro.
—No. No vas.
—Sí, voy. Déjame ir.
—No vas.
—Déjame ir. Te lo prometo.
—Bueno. Vas con muchas condiciones. ¿Aceptas?
—Sí, las acepto.
—Bueno, mira. Aquí está esta mula. Te vas en ella. Estás en la fiesta y al primer rebuznido tienes que ir al momento a darle una hoja. Al segundo tienes que darle el agua y al tercero te vienes inmediatamente. Si aceptas estas te dejaré ir y... con otra condición. Que no vayas a descubrir con quién te casaste ni quién soy ni en qué vives ni dónde estás. Total, ¿entiendes?
—Está entendido.
Sale ella inmediatamente en su mula. Llega a la casa en que radica su padre viejecito... y sus dos hermanas, que una de ellas era la que se iba a casar. Ya saludó contenta. Estaba en el festín ella encantada de la vida cuando oyó el primer rebuznido de la burra. Entonces ella va a la carrera y va y le pone la hoja. Estaba en seguida ella bailando cuando oyó el segundo. Entonces se va a la carrera y le pone el agua.
De regreso las hermanas le preguntaron: —¿Dónde vives? ¿Con quién te has casado? ¿Qué fue tu sino? ¿En qué paraste?
Nada de lo que preguntaron les contesta. Entonces se va al tercer rebuznido inmediatamente en su mula y corre presurosa a llegar a su palacio donde su esposo la esperaba con ansiedad.
Así pasó largo tiempo. Otro día le dice: —Mira, esposa. Asómate a la ventana del lado izquierdo.
Se asoma ella y ve que los parají... los pajarillos revoloteando y... igualmente de contentos como los que había visto pocos días antes. Entonces le dice: —¿Y ahora no me dices lo que contiene eso?
—Sí, te digo. Pero si aceptas las mismas condiciones que te puse la primera vez, puede ser que te deje ir.
—Pues, ¿qué es?
—Que se va a casar la otra hermana, la más... la que sigue.
—Bueno. ¿Me dejas ir?
—Tú lo sabes. Ya sabrás todas las condiciones.
—Muy bien.
Se fue en su mula lo mismo que la primera vez. Al primer rebuznido le puso la hoja. Al segundo le puso el agua y al tercero se vino inmediatamente. Llegó contenta y feliz de la vida con su marido.
Pasaron dos años. Al cabo de ese tiempo una vez el señor le dice con tristeza: —Mira, esposa. Asómate en la ventana que queda al frente de la salida al balcón.
Se asoma ella y ve que unas urracas negras con el pico caído, tristes, afligidas... no cantaban.
—¿Qué contiene eso? ¿Me lo puedes explicar?
—Eso sí no te lo puedo decir.
—¿Por qué?
—Porque no se puede decir eso.
—Dímelo. Te lo ruego. Tú lo sabes todo.
—Bueno. Te lo voy a decir. Te va a dar grande sorpresa pero te tienes que aguantar.
—Te lo prometo.
—Mira. Te voy a dar una gran noticia. Tu padre ha muerto.
—Ahora sí, déjame ir. Pero sí. No vayas a ser malo conmigo.
—Yo no te dejo ir.
—¿Por qué?
—Porque si me descubres con la aflicción que llevas, me das sustazo.
—Hazme el favor de dejarme ir. Es lo único que me queda. Es favor que te suplico. Déjame.
—Anda pues. Pero las condiciones ya las sabes.
Se fue ella, pues, con las mismas condiciones de siempre. Llegó a su casa. Se vio con sus dos hermanas ya casadas pero tristes, vestidas de negro. Nada estaba allí contento, todo triste, el pobre viejo tendido con cuatro velas. Ella llora, afligida. Oye el primer rebuznido y deja pasar un rato. Fue a la carrera y le puso la hoja. El segundo le puso el agua y el tercero ni caso hizo.
Sucedió, pues, que cuando quiso ella ir allá a la caballeriza donde estaba su mula que sale apresurada. No la pudo alcanzar. Corrió, corrió, corrió. Se le repara en los zapatos, todo roto el vestido. Bueno. Era una desgracia ya para aquella pobre muchacha. Ande y ande y ande y no lograba alcanzar su mula.
Entonces después de caminar ya cansada, sin comer, hambrienta. Llega a una posada donde estaba una vieja, corva, flaca, muy blanca, con la cara muy redonda, y le dice: —Bueno, señora. ¿No me puede dar aquí alojo?
—Si, sí, sí. Si viene mi hermano te come aquí. Si viene mi hijo te come aquí.
—Déjame, déjame entrar, pobre señora. Yo no tengo hambre. Tengo frío.
No tengo ropa.
—Entra pues. Recógete detrás de la puerta porque llegando la hija de la luna no respondo de tu vida.
La pobre muchacha estaba ya bien asustada de ver aquello, aquellas cosas tan feas que nunca ella había visto, aquella mujer tan rara. Llegó, pues, la hija de la luna:

—Fi, fi, fi,
Carne humana huele aquí.
Si no me la das, madre,
Te voy a comer a ti.

—No, hija. Estáte quieta. Estáte quieta. Es una niña. Únicamente quiero saber una cosa, ¿que si no sabe los llanos de Mirlín Mirlán, llanos de Quiquiriquí?
—No, dice. —Yo no he podido llegar todavía hasta allá. Es bastante lejos.
Tengo animales de todas especies, de todos estilos. Tengo aves. Voy a dar un pitido a ver si alguno sabe de casualidad.
Ya sacó su corneta y echó un fuerte silbido. Ya vinieron todos los animales que trabajan, esos animales feroces, las aves... las aves que vuelan, todas. Ninguna supo el camino ese.
Ya se fue triste la niña pero al irse le dice: —Mira, buena niña. Ya que no supieron nadie en donde estaba ese lugar te voy a regalar esta necesitadora para conjugar.
Iba la muchacha contenta. Ya había comido. Ya tenía el estómago lleno.
Dice: —Mira. Anda con mi comadre, la mamá del sol. Que quién sabe si ella si puede saber porque el sol dondequiera hay. Anda. Vive en aquella lomita.
Anda la muchacha, ande y ande y ande, cansada. Llegó con la comadre, el sol, la mamá del sol. Era una vieja colorada, de negrita, con rayos en la cabeza, hampona, muy fea, horrible. La niña era bonita. Le tenía mucho miedo. Pero ya le interesa mucho porque en esos dichos llanos de Mirlín Mirlán se hallaba su marido. Entonces le dice: —Bueno, señora. Me manda su comadre la luna, que si quiere usted me hiciera el favor de decirme donde están los llanos de Mirlín Mirlán, casas de Quiquiriquí.
—No, niña. No se puede. Vete de aquí. Porque si viene mi hijo el sol te mata, te quema, te arde.
—Pues a ver, señora. Déjeme por aquí. Yo espero a su hijo el sol, a ver si sabe.
—¡Ándale pues! Acuéstate debajo de esta canasta.
—Ya llegó el señor el sol:

—Fi, fi, fi,
Carne humana huele aquí.
Si no me la das, madre,
Te voy a comer a ti.

—No, hijo. Estáte quieto. Es una hermosa niña, que si tú no sabes donde están los llanos de Mirlín Mirlán, casas de Quiquiriquí.
Dijo el sol: —Yo todavía no sé. Pues bastante lejos es. Yo que soy el sol ando con mis rayos por allá. Sin embargo voy a llamar a mis animales.
Igual lo hizo como la luna. Echó su cometa. Ninguno supo. Entonces la viejecita la mamá le dice: —Vete allá, hija. Anda con mi comadre el viento. Ella quién sabe si pueda saber.
Se fue, pues, la muchácha, apresurosa, cansada pero con ánimo. Quería ir allá a dar por allá donde estaba su marido. Llegó, pues, con el aire. Era una mujer horrorosa, terrible, toda desnuda, con todas las mechas alborotadas, con nidos de urracas en la cabeza. Bueno, ¡cosa terrible! Llegó y le dice: —Bueno, señora. Me manda su comadre el sol, la mamá del sol, que si no sabe usted dónde están los llanos de Mirlín Mirlán, casas de Quiquiriquí.
—No, niña. Yo no sé. Allá viene mi hijo el viento. Escóndete bien en este cajón, porque sí, sí.
Llega bastante furioso. Llegó el viento enfurecido, enojado, fastidiado: —¿Qué tienes, madre? Yo huelo carne humana aquí.
—No, hijo. Estáte quieto. Es una niña, que si no sabes tú dónde están los llanos de Mirlín Mirlán, casas de Quiquiriquí.
Dice: —Yo todavía no lo sé. Pues voy a dar un silbido.
Dio un silbido. Todos los animales vinieron a su silbido y ninguno supo.
Dice: —Bueno. Voy a echar otro a ver si acaso, acaso quedó algún animal que no oyó.
Dio ese otro silbido y en eso vino un águila carizera larga, potentosa, hacendosa. Y luego le dice: —¿Por qué te has tardado? ¿Que no obedeces a mis mandatos?
—Sí, señor. Sí, señor viento. Pero es que vengo de los llanos de Mirlín Mirlán, casas de Quiquiriquí. Vengo con tantos enojos y vengo cansada.
—¡Qué bueno! Eso quería precisamente. Esta hermosa niña quiere que la lleves hasta allá.
—¡Qué bueno, señor viento! ¡Muchísimas gracias!
—Venga usted esta noche y guárdela.
Ya llevaba las tres noches que se había recogido en los tres sitios. Se fue, pues, la niña con el águila carizera. La subió sobre sus alas y voló, pues, hasta que llegó hasta la orilla del palacio ese. Llegó, pues, y le dice: —Mira, hermosa niña. Te vas con cuidado. Ahorita están festejando una gran boda de un señor que se va a casar con otra... el hijo del rey.
Ya sabía la pobre muchacha que era su marido que iba a tomar otra vez el matrimonio con otra muchacha. Entonces le dice: —He llegado, pues. Yo me voy. Muchas gracias, señor águila.
Se va, pues, la muchacha, triste, acongojada, sabiendo lo que iba a pasar.
Llegó. Tocó la puerta. Salió un mozo: —Por favor, déjeme entrar.
—No puede el señor recibirla porque está ahorita... va a tomar... va a tomar matrimonio con una señorita.
—Por favor, déjeme entrar.
—No es hora. Está con la esposa, señorita.
—Por favor, que le suplico.
—Entre, pues.
Entonces el rey le dijo: —¿Quién es usted?
—Una pobre señora que busca trabajo.
—¿De qué lo quiere?
—De recamarera, aunque sea.
—Pues, déjeme llamar a mi esposa. Me acabo de casar hace dos horas.
—Muy bien, señor. Ya cuanto me dé ya trabajo. Soy pobre. Tengo hambre.
—Muy bien. Hágase de comer y después lo arreglaremos pronto.
Ya que celebraron aquel festín, aquel mitote, entonces la muchacha la admitieron, pues, para la servidumbre. Estaba ella atareada un día cuando se le empezó a quebrar algunas de las nuececitas que le habían regalado aquellas personas. Cogió un martillo y como pudo quiebra con aquel martillo y con eso quebró aquella nuez y vio que en su pieza que era un hermoso angelito de plata, precioso, nunca visto. Abrió. Lo separó y lo dejó en la mesita.
A la mañana siguiente la esposa del rey llega y le dice: —¿Cómo has amanecido?
—Muy bien, señora.
—¿Qué tienes ahí?
—Tengo un hermoso angelito de plata que he sacado.
—¿De dónde lo has sacado?
—De esta nuececita.
—¡Aa, regálamelo, niña!
—No puedo, señora. Me lo han regalado a mí.
—Pues, a ver si le suplico. Tengo mucho dinero.
—¡Ándele pues! Lo que usted me quiera dar.
—Te voy a dar cien francos.
—Muy bien.
Ella cogió todo aquel dinero. Al día siguiente quebró la otra nuececita y salió un angelito de oro. Entonces a la mañana siguiente vuelve a visitarla la reina y le dice: —Ahora que tienes dinero, hermosa niña, dame ese angelito de oro. Ése sí me lo vas a vender aunque no lo quieras.
—Se lo venderé, señora, pero con una condición muy grande.
—¿Qué quieres? ¿Qué condición puedo hacer?
—Dormir en la pieza siguiente donde ustedes duermen, usted y su esposo.
—Muy bien. Te la concedo.
La muchacha se fue y se acostó en la pieza siguiente donde dormían los dos. Esta quería lograr hacerle ver a su marido que ella era su esposa, pero no lo podía conseguir. Al día siguiente quebró la otra nuececita y salió una hermosa gallinita con muchos pollitos, cosa linda, de puros diamantes, brillantes, etcétera. Tenía muchos encantos aquella cosa. Entonces la reina como de costumbre fue otra vez y se sentó allí en la cama, mujer fea, horrible, en la hacendosa cama de aquella pobre muchacha, toda greñuda, llena de cosas horribles.
Le dice: —Bueno. Ahora sí me vas... ahora sí me vas a vender eso.
—Esto no se lo vendo, señora, aunque usted lo quiera.
—Pues, a ver si te lo suplico. Esto me ha gustado más que ninguno de los otros.
—Pues, ora con una condición, si usted me la admite.
—Siéntatela.
—Quiero dormir en lugar suyo.
—Y eso sí no puede ser, niña.
—Nada más, nada más esta noche.
—Muy bien.
Entonces la... la reina se fue a la alcoba de la sirvienta y la sirvienta se fue allá. El marido todavía no llegaba. Cuando llegó el marido vio con sorpresa que no era su mujer. Le dice: —¿Quién es usted? Usted no es mi mujer.
—Mira. Yo vengo a hacerte ver no más una cosa. Yo soy tu mujer verdadera. ¿No es cierto?
—Mi mujer no es esa. Mi mujer ha desaparecido.
—Pues recuerda, cuando hace muchos años nos casamos admití meterme en la boca de un enorme pescado. Por eso vine a vivir contigo.
Ya le contó toda la historia. Entonces le dice: —Pues, necesito pruebas.
—¿Qué pruebas?
—Tenías un lunar en el brazo derecho, en un lugar donde está un ojo.
—Aquí está.
—Muy bien. Eres mi mujer. Lo comprendo. Y ahora, ¿qué hago? Ya tengo otra mujer.
—Pues, ahora mátala.
Y lo mismo. Entonces aquel príncipe lleno de angustia de ver que era todo lo que había sufrido aquella muchacha y que había ido a ese lugar tan lejos a seguirle, resolvió matar a su mujer, la que hacía hasta eso, tenía que ser su esposa. Entonces se fue y con la hija llegó apresuroso. La mató. La dejó bien muerta. Entonces vivió muy feliz con la primera esposa que había sido.
Y entro por un caño plateado y salgo por otro dorado, y niñitos háganme el favor de contarme otro cuento más bonito que este que les he contado.

 

Nº de referencia: 80

Al habla:
Guadalupe Aceves
(24 años)

Recopilado por:
Stanley L. Robe

Registrado en: Tepatitlán de Morelos (Tepatitlán de Morelos, Jalisco), el 29 / 8 / 1947

Transcrito por: Stanley L. Robe

Ver en el mapa: localidad / sitio de documentación / lugares mencionados

 

Este relato fue publicado en:

 Stanley L. Robe, 1970. Mexican Tales and Legends from Los Altos. Berkeley: University of California Press, núm. 62

Notas
This tale from Tepatitlán is told with an abundance of detail and clearly defined plot elements.

 

Ver los motivos
) -

 

Ver los tipos

425A. - The Animal as Bridegroom. (Including the previous Type 425G.)

 

Materiales adicionales

 

 

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