El árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro

 

En una ciudad muy populosa había un sultán que tenía la buena costumbre de salir en la noche junto con su vizir a vigilar la ciudad que no hubiera desórdenes ni escándalos. Era un muchacho de muy buena presentación que ambicionaba mucho casarse con una muchacha humilde. Y ese una noche que salió a vigilar por la ciudad andando por los arrabales él y su vizir oyeron una conversación muy animada de tres señoritas que platicaban a carcajadas. Y donde se fueron acercando poco a poco vieron que tenían la puerta poco abierta, así es de que se arrimaron a oír su conversación. Y trataban de matrimonio.
Decía la más grande: —Yo me quisiera casar con el que guisa... el palacio, para comer de todos los platillos que le sirven al sultán, de todas las viandas aquellas muy ricas.
Y se soltaba en una carcajada. Luego dice la otra: —Yo me quisiera casar con el que hace los pasteles tan ricos. Todo el pan que come el sultán es muy fino. Y yo con él me quisiera casar.
Dice la más chica: —Pues yo no ambiciono eso. Yo quisiera ser la sultana.
Entonces las otras burlándose de ella le dicen: —¡Mira tú! ¡Tú no te pierdes! ¿Así es de que tú deseas ser la sultana?
—Yo sí. Yo no quisiera ser cocinera, de ir a palacio.
Entonces el sultán que oye le causa tanta su risa y le toma gracia a aquella joven, lo que dice, y le simpatiza porque como estaba la puerta entreabierta las alcanza a ver y le gusta mucho, la señorita aquella. Entonces le dice al vizir: —Mira. Nos vamos. Está la ciudad muy en paz. Vámonos y mañana toma el domicilio, el número de aquí, de la casa y el nombre de la calle para que mañana vengas y le hables a esas señoritas que vayan... allá a palacio conmigo, que tengo un negocio con ellas.
Bueno, se fueron. Total que el sultán quedó prendado de aquella señorita que dijo que deseaba ser la sultana del palacio. Le simpatiza mucho. Otro día se viene el vizir y le dice a la señora, mamá de aquellas tres señoritas, que el sultán las mandaba llamar. ¡Y aquella señora, bueno! Se llenó de pena, pensando en que qué pena iban a pasar si acaso las iba a reprender por alguna falta que hubieran cometido porque ellas se confundían, que ¿para qué las pedía el sultán?
Pero siempre atendieron al llamado y cuando las ve el sultán, ¡bueno!, tan avergonzadas, les dice: —Que se levanten.
Porque casi besaban el suelo. Con toda la reverencia le saludaban. Y ya le dice a la señora: —Levántate, buena señora. Pasen para acá.
Y la asienta en el lugar de preferencia y le dice a la señora: —Mira. Te he mandado llamar para decirte que yo deseo casarme con una de tus hijas. ¿A cuál me vas a dar?
Entonces dice la señora: —¡Ay, señor! Dice: —Pero mis hijas no son dignas.
Mire no más. Mis hijas son unas muchachitas humildes que viven de su trabajo.
—No le hace, dice: —Es mi voluntad.
Y le dice a la más grande: —Yo me quiero casar contigo. ¿Qué dices?
Dice: —Pues, mire, señor. Yo le prometo a usted que si nos casamos al año he de dar a luz un niño con el cabello de oro. Ha de ser sabio, valiente y virtuoso.
Entonces le dice a la otra más chica: —Y tú, ¿qué me dices?
—Señor, yo le prometo a usted que cuando se le ofrezca algún combate con unas palabras que yo pronuncie sale usted triunfante. Sale usted victorioso por más gente que tenga en contra de usted.
—Bueno. Pues me gusta, le dice el sultán.
Ya la más chica que a él era la que más le simpatizaba le dice: —Y tú, ¿qué me prometes?
—Señor, yo le prometo a usted que al año he de dar a luz tres niños con el cabello de oro. Han de ser sabios, valientes y virtuosos.
Dice: —Pues mira. Me gusta más tu promesa.
Entonces le dice a la señora el sultán: —Tú no te vayas de aquí, buena señora. Aquí te vas a quedar, lo mismo que tus otras dos hijas. Figúrate que anoche estaban diciendo que querían casarse, una con el cocinero de aquí de mi palacio, otra con el que hace todos los panes también de aquí de la repostería de mi palacio, así es de que se van a quedar y hay que celebrar esas bodas. ¿Qué tanteas?
—Pues sí, señor. Si mis hijas quieren.
Así es de que allí las casaron. Bueno, allí vivieron ya aquellas tres parejas pero a aquellas otras les empieza a roer el gusanito aquel de la envidia de ver a su hermana que había cumplido sus deseos de ser la sultana y les daba mucha envidia porque querían al sultán. Sucede que al sultán se le ofrece salir a un combate y entonces las otras empezaron con una de maldades que ya la sultana que iba a dar a luz un niñito, o tres niñitos que eran, ¿verdad? Y ya tenían preparados tres animalitos recién nacidos. La sultana muy ajena de todo aquello, no sabiendo lo que eran sus hermanas para ella. Esperaba que la ayudaran. ¡Y nada! ¡Fue todo lo contrario!
Sucede que vuelve el sultán del combate y que se va encontrando a la señora con tres animalitos allí junto de ella. ¡Ay! ¡Era uno primero! Así es de que aquella, lo que hicieron fue recogerle a aquellas criaturas y le arrimaron un perrito. ¡Ay! ¡El sultán que casi azota de pena!
Dice: —¿Cómo va a ser posible, salir mi señora con un animal?
Aquella buena mujer avergonzada y toda llorosa. No le decía nada al sultán. Y al fin ella no tenía la culpa ni había visto, pues, que las otras eran las de todo aquello. Aquella criatura la envolvieron en ropita de la más inferior y la pusieron en un canastito de raíces y la aventaron al canal del agua con que regaban todos los jardines de allí del palacio. Pero ¿dónde? El que medía el agua de allí de aquel canal, que la repartía para todos los jardines que ve aquello que iba por el canal del agua y oye el llanto de la criatura y dice: —¿Pero, qué es esto?
Y logra coger aquel cesto de raíces cuando se va encontrando aquella criaturita y tenía su esposa, aquel señor, y nunca habían conocido familia. Corre con la señora y le dice: —Mira, mamá. Que Dios nos socorrió con un niñito. Este es un misterio de allí de palacio. No vayamos a decir nunca qué tanteas o no. Hay que ponerle una nodriza para que nos lo críe.
Y le pusieron Perdiz. Estaba que era un príncipe muy bien parecido Perdiz, muy güerito, muy inteligente. Así es de que... bueno, el sultán muy disgustado con la señora y las otras encantadas de la vida porque estaban haciendo sus maldades con ella que al fin dentro de poco tendría que aborrecerla, el sultán. Al poco tiempo vuelve a dar a luz otro niño y lo mismo lo hicieron. Lo aventaron al canal del agua en la ropita más inferior que se encontraron y en un cesto de raíces y el señor que era el que repartía el agua de allí del canal volvió a cogerlo y se lo lleva a la señora y le dice: —Mira, mamá. Nuestro Señor nos está socorriendo con esas criaturas tan lindas. ¿Cómo se te hace? ¡Nosotros que nunca habíamos podido hacemos de familia! ¡Qué felicidad para nosotros!
Volvieron a llevarlo. Otra nodriza y lo cría. Y a ese otro le pusieron Canal. El sultán muy disgustado. Bueno. La señora la maltrataba. A la señora la corría, y aquella mujer, buena como una palomita. Dizque no hablaba, no pronunciaba palabra. Ella creía que sin duda eso había sido. No se daba cuenta que las criaturas se las escondían las hermanas.
A poco tiempo da a luz una niña y lo mismo lo hicieron las hermanas. Era una princesita, ¡bueno!, tan preciosa. La aventaron también al canal del agua y el que la repartía volvió a cogerla. Entonces le dice a la señora: —Mira no más. Todo esto es un misterio de palacio. Mira no más. ¡Qué criaturas tan lindas! ¡Pero vámonos quedando callados!
Le pusieron la princesita Tarizada. Así es de que el sultán no sabía que él tenía familia. Aquellos animales los mandó matar. Y a la sultana en castigo después de que quería matarla, allí por... que todos los sirvientes, ¿verdad?, le insistieron en que no le siguiera mal. Es que, pues, no tenía culpa ella, que la castigara en otra forma, que la llevaran a pieza de allí de palacio con la pena de que todos los que pasaran de allí, sirvientes y no sirvientes, que la escupieran y la maltrataran. Así es de que la sultana todo todo avergonzada, porque era su castigo.
Y donde crecieron aquellos niños allá en la casa del jardinero y de la señora, muy mimados. ¡Aquellos niños, preciosos que estaban! Con el don de Dios ya de, de inteligencia, porque ella sí había prometido que habían de ser sabios, valientes y virtuosos y con el cabello de oro. Sucede que aquel jardinero estaba ya tan rico que compró una quinta cerca de allí de la del sultán y ya no le servía al sultán, ¿verdad? Ya tenía su quinta propia. Crecieron aquellos niños y donde una vez se puso muy enferma la señora que los crió y se murió. A los pocos días de pena muere el jardinero también y quedaron aquellos dos príncipes y la princesita Tarizada, quedaron huérfanos. Pero tenían en su quinta, ¡bueno!, todo como un encanto.
Una vez llega una señora que creo era mahometana a pedirle una caridad a la princesita Tarizada. Y era muy caritativa ella. La pasa. Le da de comer. Le da dulces y le dice: —Señora, ¿gustaría usted pasar a la... capilla que tengo aquí a hacer oración?
—¡Cómo no, niña!, dice. —Mire. Es usted muy piadosa. Sí, dice. —Sí, me gusta mucho hacer oración.
—Pase usted para que vea mi capilla.
Dice: —Pues, es más preciosa su quinta, con su capilla, y sería más bonita todavía si usted tuviera las tres maravillas del mundo.
—¡Ay, viejecita!, le dice la princesita Tarizada. —Y ¿dónde se encuentra eso?
Dice: —Pues, mire. Dice: —No se imagina lo difícil que es para hacerse de las tres maravillas del mundo. Pero sus hermanos que tanto la complacen bien pueden. Mire. Dígale a su hermano, el mayor, que se vaya en el caballo más ligero que tenga, que tome una bola y la aviente y para donde se dirija aquella bola que corra en su caballo y se detenga donde está un señor con la barba que casi llegue hasta el suelo, con el pelo igualmente, con las cejas que le tapen casi la cara, las pestañas igualmente. El caso es que... que ese señor... tendría que... ese señor tendría que dirigirlos a donde estaban las tres maravillas del mundo.
—¿Qué eran?, le dijo la princesita Tarizada.
Dice: —Pues, mire. Está el pájaro que habla, el árbol que canta y el agua dorada, que esa nadie la ha podido conseguir. Y tú, para que sea tu, tu quinta más hermosa, es lo único que te falta, princesita Tarizada. Y tus hermanos te pueden conseguir eso.
Llega el hermano Perdiz y le dice la princesita Tarizada: —Yo deseo las tres maravillas del mundo.
Y como ellos la adoraban le dice: —Pues mira, hermana. Estoy por complacerte en lo que yo pueda, tanto yo como mi hermano. Tú me dices para dónde me dirijo.
Dice: —Pues mira. Tienes que irte el camino recto de aquí de la puerta de nuestra quinta, contando que son veinte días los que tú tienes que, que andar, aventando esta bola hasta donde se detenga. Tendrás que encontrar un viejecito.
Y ya le dio la seña, como le había dicho la señora mahometana.
Entonces le dice: —Pues mira. Aquí está mi espada que la dejo. Todos los días la vas a ver y el día que la veas empañada es que me pasó algo.
La princesa Tarizada no creía que le iba a pasar eso. Así es de que el hermano Perdiz monta en su caballo, avienta la bola y ahí va el caballo detrás de aquella bola. Y se detiene donde estaba aquel señor, ¡bueno!, ¡tan más horrible que tenía ya el pelo que lo figuraban como alas de murciélago! Y entonces le dice Perdiz: —Buen hombre, ¿en dónde puedo encontrar yo las tres maravillas del mundo para complacer a mi hermana, la princesita Tarizada?
Dice: —¡Mm! Estás loco, príncipe. Regrésate a tu casa. Dice: —¿Ves todas esas piedras en ese monte? Dice: —Pues mire. Son reyes, son sultanes, príncipes. Dice: —Son toda gente de corte, dice, —que han venido a ver si logran conseguir las tres maravillas del mundo. Dice: —Y sabes, que todos se han convertido en piedras.
—Pero, ¿cómo va a ser posible eso?
—Así como te digo, regrésate a tu casa, príncipe.
—No. No me digas eso.
—Entonces, sigue adelante. Avienta la bola y esa bola te dirige a donde están las tres maravillas, a ver si consigues lo que tú deseas.
Bueno. Perdiz avienta aquella bola y entonces se va su caballo a corre y corre cuando empieza a oír aquellas voces como le dijo el viejecito aquel. Dijo: —Tendrás que oír muchos enemigos invisibles. Tendrás que oír que te dicen: “¡Túmbalo! ¡Mátalo! ¡Quiébrale las piernas! ¡Imbécil!” Tienes que asustarte mucho, y si tú volteas tienes que quedarte convertido en piedra.
—No volteo, dijo él. —No volteo. ¿Por qué me había de voltear?
Tan luego como empezó a oír aquellas voces y aquellos gritos de tanto enemigo invisible: —¡Imbécil! ¡Malvado! ¿Por qué te atreves a venir a esa, a asomar a esas cosas que tú no mereces?
Entonces este voltió porque oía ruido de armas ya junto de él. Voltea. Y allí quedó convertido en piedra. Entonces la princesita Tarizada saca la espada de su hermano Perdiz y se la ve empañada y se puso a llorar. Dijo: —Ya le pasó algo a mi hermano. Pues ya no regresó.
Entonces le dice su hermano Canal: —Estoy por complacerte en lo que yo pueda. Dice: —Ahora yo me voy y tenemos que conseguirte las tres maravillas del mundo.
Hizo lo mismo, este otro hermano, y llega donde estaba aquel viejecito y le dice: —Regrésate, príncipe, porque ni tú ni grandes hombres ni nadie han podido conseguir lo que tú deseas. Regrésate.
—Pues no, dice. —Yo quiero complacer a mi hermana. Tú, dirígeme, viejecito, hacia donde aviento la bola.
Dice: —Aviéntala y para donde llegue te irás en tu caballo.
Así es de que áhi va. Empieza a oír aquellos gritos y aquellas voces: —¡Córtale las piernas! ¡Imbécil! ¡Malvado! ¡Bruto! ¡Muy malo!
Gritaban. Y luego empezó a oír ruido de armas y voltió a irse a la carrera porque ya sentía que le iban llegando. Allí quedó convertido en piedra. Y ese le dejó a su hermana un espejito, a la princesita Tarizada, y le dice: —Mira, hermana. Cuando lo veas empañado es que ya me pasó algo.
Así fue. Y estaba convertido en piedra. Así es de que allí quedó. La princesita Tarizada ya que vía que sus hermanos se habían quedado por allá entonces dio sus órdenes a toda su servidumbre de allí de su quinta y les dijo que ella tendría que salir, que se iba a vestir de hombre y tendría que montar en el caballo más ligero allí en su propiedad. Pero, ¿que a dónde iba?, le decían todos. —¡Figúrese no más, que ya nos quedamos! Sin sus hermanos, si ahora usted se va, princesita, ¿qué vamos a hacer?
Dijo: —No. Lo que no han podido hacer ellos, van a verlo, que yo lo voy a hacer.
Bueno. Pues se vistió de hombre, montó en su caballo y ya iba contando sus veinte días que tenía que correr a caballo. El camino directo de la puerta de allí de su quinta contando los veinte días hasta llegar donde estaba aquel viejecito que estaba horrible. Bueno, con el pelo hasta el suelo, y la barba hasta el suelo, y las cejas le tapaban los ojos, las pestañas igualmente. Tenía pelo que, ¡bueno!, le figuraban alas de murciélago. Entonces aquel viejecito conoció que la princesita era mujer. Luego le dice: —Pero, ¿a dónde, princesita Tarizada?
Dice: —Usted, ¿por qué me dice princesa, que no me ve quién soy?
Dice: —No me engañas. Dice: —Mira. Tus hermanos, ve dónde quedaron.
Y tú también vas a quedarte convertida en piedra.
Dice: —Pues no me importa. Van a ver, a ver si a mí esos enemigos invisibles me van a dominar.
—Regrésate, princesita, le dice el viejo aquel horrible. —Regrésate a tu casa.
Dijo: —Que no me regreso. Dice: —Ahoy nos quedamos mis hermanos y yo o regresamos a nuestra casa todos.
Bueno. Aquel señor le dice: —Avienta la bola, y para donde ruede correrán tú y tu caballo, dice, —para que así sepas que el caballo sabe mejor que tú. Tú no verás la bola, dice, —pero el caballo sí la va a ver.
Bueno. Tan más curiosa que empezó a subir aquella bola, para arriba de un cerro y que donde empieza la princesita Tarizada a oír el canto del pájaro que hablaba. Bueno, la voz de todos los enemigos que los maltrataban, dizque que la pegan por detrás: —¿A dónde vas, malvada? Aunque seas la hija del sultán, ¿qué vas a creer, que tú vas a llevar el pájaro que habla, a llevarte el árbol que canta, a llevarte el manantial del agua dorada? ¡Imbécil! ¡Salvaje! ¡Bruta!, le gritaban.
Bueno. Pos ella llevó algodón y se tapó los oídos para no oír nada. Siempre alcanzaba a oír algo pero no hizo caso y donde logró subir a la punta de una montaña muy elevada donde estaba el árbol que cantaba y de él estaba colgada la jaula del pájaro que hablaba. Era un pájaro la cosa más preciosa, de distintos colores, aquel plumaje. Tenía en la cabeza figurando una lira, también en distintos colores, y también aquel pájaro la maltrataba. Bueno, dizque hablaba tan claro como si hubiera sido alguna persona. Y cada hoja de aquel árbol dizque era una como nota, así es de que se formaba una música con una armonía preciosa. En seguida la jaula donde estaba aquel pájaro era de puro oro, con muchas perlas preciosas, diamantes, rubíes, esmeraldas, ¡bueno! que se encandilaba la princesita Tarizada cuando se iba arrimando. Y la maltrataba el pájaro y luego decía: —¿Tú vas a creer que yo me voy a dejar tomar por una mujer? Dice: —¡Noooo! Dice: —Tú eres atrevida pero yo no me dejo.
Entonces le dijo: —¡Ven acá, pájaro hablador! Dice: —Que al fin una mujer es la que te ha dominado. ¡Pájaro hablador, ya no hables! ¡Vas a verlo que muy pronto te tendré en mis manos!
¡Ay! Cuando ve el pájaro que descuelga la jaula la princesita Tarizada, ¡ bueno!, se enfureció aquel pájaro. Pero que Tarizada no se cansaba de contemplar aquella jaula tan más rica. Entonces dice: —Pos ya logré tenerte aquí, pájaro hablador. Me decías que nadie, me decías que yo era atrevida. Pues mira. Vine porque yo puedo.
Entonces corta una rama de aquel árbol también que canta, ¿verdad?, pues que era lo que ella quería, palpar el manantial del agua dorada. Le dice: —A ver, pajarito hablador. Me vas a decir cómo voy a lograr llevarme algo del manantial del agua dorada. Dice: —Tú sabes que a esto vine.
Entonces le dice: —¡Pues no quisiera yo que tú lograras esto, cuando nadie lo había logrado, ni reyes, ni virreyes ni sultanes! ¡Y una mujer sola que vino, a tener ese gusto! ¡Qué desgracia me sigue a mí!
Entonces le dice: —Pues mira. Desgracia muy grande para una mujer es la que te ha logrado coger. Me vas a decir cómo me llevo una parte del manantial del agua dorada y dónde es que está.
Se quedó callado el pájaro, muy disgustado.
—Ándale, que al fin, ya que logré llevarte, Dios quiera... te voy a llevar a mi finca que es lo único que me falta. Dime dónde está esa agua dorada.
Pues el pájaro no quería hablarle hasta que por fin tanto insistió la princesa Tarizada que ya le dijo: —Pues mira. Da vuelta aquí a tu derecha que hay una veredita y que áhi está un manantial en figura de una concha nácar, que de allí sube... no sé cómo, ¿verdad?
Le figuraba que subía como una nublina para arriba en distintos colores y volvía a caer en el manantial aquel. Y ya le dijo que por allí estaba una botella para que llevara y con eso bastaba para que formara un manantial de agua dorada en su casa, que parecía un arcoiris. El caso es que ya va la princesita y le dice: —Oye, pajarito hablador, ¡tanto que me has insultado! Tú me vas a decir cómo voy a volver a mis hermanos a su forma primitiva. Figúrate no más, tú. Que mis hermanos se quedaron allí. Pos ora tú me tienes que ayudar.
Pos el pájaro disgustado.
—A ver, pajarito, que al fin ya eres mío. Tú me vas a decir.
Ya le dice: —Pues mira. Toma una ramita del árbol que llevas áhi de esa rama que llevas del árbol que canta y con unas gotitas de agua de esa dorada, rocía. Rocía cada piedra y vas a ver. Todos los que tú vas a volver a la vida porque están dormidos.
Pos, sí. Todos estaban allí como cosas de misterio, ¿verdad?, de encantos como que estaba antes así. Bueno que se levantaban a todos los que iba rociando de aquella agua la princesita, y se arrodillaban y le daban las gracias. Y le besaban la mano. Otros le besaban los pies, que se iban levantando, aquellas piedras que eran unos grandes hombres, unos reyes con sus cetros y coronas, cuajadas de perlas, de diamantes, y le prometían darle su reino porque los había vuelto a su forma primitiva.
Entonces ya las últimas piedras, le dice al pájaro: —A ver, pajarito hablador. Estas últimas piedras que me quedan aquí, ¿no serán acaso mis hermanos? ¿Que no logro llevarme a mis hermanos? Allá del pájaro: —A ver, al cabo ya eres mío. Ni creas que yo te suelto, porque ya sabes que lo que los hombres no pudieron hacer ni a una mujer le vino haciendo y conmigo no puedes. A ver. ¿Serán acaso estos mis hermanos?
Pues ya le dice el pájaro cómo hiciera y se van levantando, pues, sus hermanos y les dice: —Pues hermanos, ¿qué estaban haciendo, que estaban dormidos, en un sueño muy profundo?
Entonces se hincan todos. Ya era como una peregrinación que llevaba la princesita Tarizada. Todos uno del otro tras ella, porque era una mujer fuerte, una mujer heroína que los había vuelto a la vida. Luego ella los invita allá a su casa, que no se fueran, que pasaran allí para que vieran su quinta y cómo la iba a adornar ya con las tres maravillas del mundo.
¿Dónde cuelga la jaula con el pájaro? En una ventana del comedor que cae para la huerta. El agua dorada la puso en un jardín de la huerta en un manantial precioso, que se veía aquello todo a colores. El árbol que cantaba que era una música continua día y noche así es de que estaba aquella quinta como un encanto. Así es de que todos aquellos reyes, virreyes y sultanes, todos los que habían vuelto a la vida le dieron las gracias a la princesita Tarizada y le ofrecían sus reinos y otros, cantidades de dinero, otros regalos de mucho valor, brazaletes, muchas cosas que le regalaban a la princesita. Y ella no las aceptó.
Otro día de que ya tenía ella las tres maravillas del mundo, salieron sus hermanos a cazar animales, como que allí estaba un montecito cerca y donde se encuentran con el sultán que era su padre que también andaba en la caza, él y otros de sus sirvientes. Entonces el sultán que los ve y luego les dice: —¿De quiénes son?
Que nunca había, había tenido el gusto de conocerlos, que si vivían cerca, y ya dicen ellos que sí, que ellos estaban al otro lado de aquella montaña, su quinta donde ellos vivían, y lo invitaron a pasar el día. El sultán dijo que él... que había comprendido al ver a aquellos dos príncipes que no sabía qué había sentido por ellos, pos cómo no. Figúrense, que eran sus hijos. Y lo mismo aquellos dos niños decían que quién sabe qué habrían sentido a ver, al ver a aquel señor.
Entonces aquellos niños llegan a su casa y le dicen a su hermana la princesita Tarizada que prepare una comida de lo mejor, que preparen todo aquello lo mejor que se pueda porque habían invitado al sultán y algunas personas de su corte. Bueno. Llega el sultán con todos sus invitados que él llevaba y que va viendo la princesita y a aquel señor se le salen las lágrimas y dice: —No sé qué siento yo al ver esta familia. Pues, ¿qué pasa?
Bueno. La princesita Tarizada, su casa era muy atenta. Los pasa al lugar de preferencia. Tenía su sala con sus muy bonitos muebles, todo aquello muy bien, como que estaban en muy buena posición. Y el pájaro, no más estaban comiendo y allí era todo lo que platicaban. Él llamaba a todas las aves, así es de que allí se juntaban y era un canto precioso, como se llena aquel lugar, de... un canto precioso, un armonía que formaban allí, la cosa más bonita. Desde que se amanecía era una cosa preciosa, como se llena... aquellos...
Entonces le dice la princesita Tarizada al pájaro que habla: —A ver, pajarito hablador. Me vas a decir cuál es el platillo predilecto del sultán porque yo no sé, para que no me dé pena y no preguntarle. Tú sabes. Ándale.
Se quedó pensando el pájaro.
—A ver, dime, pajarito hablador. Ándale. Dime porque ya es hora de preparar la comida, le dijo sufrida la princesita Tarizada.
Dice: —El platillo predilecto del sultán son los calabacines rellenos de perlas.
—Pero damos otra cosa, pues que le dice la princesita. —¿Cómo puedo prepararle eso para el sultán? ¿Es su vianda predilecta?
Dice: —Sí, princesita.
—Y ¿dónde me encuentro eso?
Dice: —Manda unos de tus sirvientes aquí a la huerta que cuenten siete árboles. Cuando lleguen allí al séptimo que hagan un agujero y entonces descubrirán una caja de fierro que tiene unas cintas de oro y allí encontrarán las perlas, muchos diamantes, muchas cosas de valor para que tú tengas que eligir y con qué rellenar esas calabacinas al sultán, que es su platillo predilecto. Allí encontrarás todo todo lo que a ti te hace falta para el día de hoy.
Bueno. Así lo hizo la princesita Tarizada. Así es de que prepararon sus calabacines rellenos de perlas. Y al sultán le sirvieron sus calabacines y entonces dice: —Pero, ¿cómo va a ser posible que yo vaya a tomar calabacines rellenos de perlas?
Entonces el pájaro pone el oído y luego le dice: —¡Aa, mi sultán! A usted se le hace imposible tomarte los calabacines rellenos de perlas, ¿verdad? ¿y no se le hizo imposible a usted que su esposa hubiera dado a luz animales? Dijo: —Pos, mire. Tan imposible fue que sus hijos existen y los tiene a su lado.
Entonces el sultán voltea y dice: —Pero, ¿qué dices, pajarito hablador? Dice: —Pues mire. Que usted se creyó de lo que le dijeron las hermanas de la sultana, ¿verdad?, que había dado a luz puros animales. Y no es cierto. Dijo: —Sus hijos existen y áhi los tiene.
Entonces el sultán voltea y los ve y les dice que con razón él sentía un afecto tan grande para ellos. Pero que él no sabía por qué.
—¿Es cierto, pajarito hablador, todo lo que me estás diciendo?
—No lo dude, mi sultán, le dice. —Así, como le estoy diciendo.
Entonces se levanta, pues ya, ¿qué comida? ¡Nada de comida! Se levanta el sultán y inmediatamente les dice a los que traía de su corte que vayan a avisar allá a la ciudad donde él vive y les digan a todos los de allí de su corte, de su palacio, pues que vengan para que acompañen a él y a su familia, que ha dado con sus hijos, que van a ser su felicidad, que con razón él los veía y sentía un afecto tan grande para ellos, y que tendría que llevarse las tres maravillas del mundo para el sultán.
Bueno. Pues ese día se reconocieron el sultán y los hijos. El pájaro no más le dijeron que se iba a ir para otro país, dejó de cantar. El agua dorada, bueno. Ese día se extinguió. Se secó aquel manantial y el árbol que cantaba se secó. El pájaro algo empezó a cantar, ¿verdad?, en el camino. Se murió de pena pero hasta cuando ya estaban en el país del sultán. Le llevaban en el camino entre toda aquella caballada, el sultán, la princesita Tarizada, los príncipes, y llamaba a todas las aves que andaban allí por los bosques y era un canto precioso.
El sultán encantado de la vida que iba con sus hijos. Pero el árbol se secó y el agua dorada también. Se acabó aquel manantial y el pájaro de pena murió a los pocos días.
¿Es bonito? ¿Qué le pareció, señor?

 

Nº de referencia: 112

Al habla:
Genoveva González viuda de Barba
(45 años)

Recopilado por:
Stanley L. Robe

Registrado en: Acatic (Acatic, Jalisco), el 12 / 10 / 1947

Transcrito por: Stanley L. Robe

Ver en el mapa: localidad / sitio de documentación / lugares mencionados

 

Este relato fue publicado en:

 Stanley L. Robe, 1970. Mexican Tales and Legends from Los Altos. Berkeley: University of California Press, núm. 95

Notas
In view of the five versions contained in this collection, type 707, The Three Golden Sons, appears to be widely known throughout Los Altos.

 

Ver los motivos
) -

 

Ver los tipos

707. - The Three Golden Children (previously The Three Golden Sons).

 

Materiales adicionales

 

 

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